Tacones tristes
Por las mañanas se dedica a dormir, simplemente porque por las noches se dedica a trabajar. Cuando el sol comienza a salir, a asomarse por encima de los tejados bajos, ella comienza el escape hacia el rincón más oscuro de su casa, de su habitación. Las escaleras que la ubican en el primer piso cada vez le cuestan más, pese a sus veintitantos pocos años, pero muchas veces vuelve cansada, y siempre derrotada. Se da cuenta de eso cuando mira a su alrededor y no hay nada ni nadie de lo que soñaba cuando era más joven de lo que es ahora, aunque no lo parezca. Y esa observación se agudiza cuando el maldito espejo que tiene en el baño le devuelve una imagen que no reconoce, que no le resulta familiar, que más bien se asemeja a una caricatura oscura y mal hecha de lo que debería ser en realidad.
¿Y cuándo se desvirtuó todo? Ella lo sabe, tiene la fecha marcada con rouge en un viejo almanaque que alguna vez decidió guardar y que hoy no lo arrojó a la basura, al fuego, como tantas otras cosas que arrojó y hubiese arrojado con gusto, nada más que porque nunca más lo volvió a ver.
Y al igual que ese almanaque marcado, hay unas pocas personas a las que también les perdió el rastro, a las que borró ella misma, para no encontrarlas nunca más, para mantenerlas perdidas para siempre.
Algunas noches prohibidas, sobre todo las que se cubren de lluvias o de inviernos agudos, parecen ponerla mucho más sensible de lo que realmente es. Y se la pasa llorando desconsoladamente, en un llanto ahogado, abrazada a su almohada a la que deja empapada de lágrimas y de aliento a alcohol. Y recuerda con nostalgia a su madre y se pregunta si estará bien la pobre. Y maldice y vuelve a maldecir a su padre, a quien, sin decirlo, en un grito silencioso que estalla en sus ojos, culpa absolutamente de todos sus males, que justamente es esta vida de soledades, injusticias, callejones, espinas, y demás.
Durante las mañanas en que llega a su lugar que no es su lugar, lo primero que hace, por más que no le quede ni un mínimo de energías, es abrir la ducha y sumergirse en esa agua que cae y que la limpia, la sana, la cura, la purifica, le vuelve a dar vida, le permite ser ella nuevamente, una vez más.
Cuando sale del baño se pone una remera vieja y con ese pijama cae pesadamente sobre la cama de resortes vencidos. A los tres segundos ya se encuentra dormida. Y ahí comienzan los sueños, en todo sentido.
Las imágenes la llevan de las luces eléctricas de la gran ciudad hacia el pueblo que la vio nacer y al que nunca más volvió, a no ser de esta manera, dormida. Y siempre que aparece allí se encuentra con la niña que fue, jugando en una hamaca que le hace sentir la brisa de los buenos aires acariciándole la cara, haciéndole cosquillas en la panza, y ella con esa hermosa sonrisa dibujada, pero que sólo aparece durante los sueños. Y también por pocos segundos, porque enseguida aparece la voz de la madre que la llama desde la puerta de la casa, con las arrugas marcándole el rostro al igual que las lágrimas que la recorren.
Por la ventana puede ver al tipo ese que dice ser su padre, gesticulando, pegando con sus puños sobre la mesa y clavando su mirada de ojos oscuros. El terror la invade mientras camina lentamente hacia la casa. Y algo que se repite es la aparición de su antiguo novio (el primero, el único) que le toma la mano y la besa como aquella primera vez lo hizo debajo del árbol en el que hicieron el amor.
Cuando despierta en la habitación vacía, el sol ya está marcando la tarde y el sueño es sólo un recuerdo que volverá cuando vuelva a dormir.
Va hacia la cocina, enciende la hornalla y coloca la pava a calentar. Queda un poco de yerba todavía para poder tomar unos mates. Luego comenzará nuevamente la rutinaria función de almas oscuras y amores pagos.
Mientras tanto se aferra con sus largas uñas rojas a las esperanzas de promesas incumplidas, de falsos juramentos que le hacen, que le tiran, que le muestran algunos de sus extraños amantes descartables.
No, no puede volver a llorar. Ya se delineó los ojos y se le correrá la pintura, y la noche ya está instalada, y quizás mañana pueda pagar el alquiler, y toma la camperita que jamás se abrocha, la diminuta cartera donde guarda lo mínimo, cierra la puerta con llave, baja las escaleras y sale a la calle a recorrerla, a caminarla, a hacerla sobre sus tacones tristes.