El café de los jueves
Siempre lograba acomodarme en la mesa ubicada estratégicamente junto al enorme ventanal y desde esa envidiable posición, me dedicaba a leer algún libro o a realizar anotaciones en mis cuadernos de apuntes varios.
Se trataba, precisamente, de uno de esos jueves de café cuando, de manera sorpresiva, mi lectura fue interrumpida por un desconocido que se sentó frente a mí en la mesa y comenzó a explayarse sobre el autor del libro que, para ese entonces, ya lo había dejado en pleno abandono.
La charla resultó un manjar exquisito y se fue repitiendo de ahí en más cada jueves.
El extraño era una persona mayor de canas respetuosas, de voz tan firme como gruesa, y de un elegante vestir.
Gustaba fumar unos cigarrillos importados que siempre encendía con su selecto encendedor grabado y, luego de largar la primera bocanada de ese humo espeso y extranjero, comenzábamos con la plática interrumpida con intención cada jueves de la semana anterior.
Y entre idas y venidas ajenas, nosotros desplegábamos conversaciones con la altura que sólo la puede lograr el haber caminado el mundo por las distintas veredas de los barrios. Yo lo escuchaba atento y con ganas, y él no interrumpía jamás mis palabras.
Era ya su costumbre, cuando se disponía a dar comienzo a una nueva historia, mirar de reojo su puntual reloj de cobre y con una excusa creíble se marchaba misteriosa y raudamente, pero asegurando continuar con la charla el jueves de la próxima semana.
En esas ocasiones en que su figura se alejaba más allá del marco de la puerta, me daba cuenta que nuestros nombres, la identidad de cada uno, no había sido en ningún momento revelada.
Quizás él tampoco le diese importancia a este dato que sostendría como menor al lado de los distintos episodios que acostumbrábamos a intercambiar en cada uno de los encuentros.
Es más, hasta podría asegurar que la falta de este detalle en particular le colocaba un original y necesario condimento a nuestra tertulia semanal.
Estas reuniones entre ambos se siguieron repitiendo a lo largo de siete meses sin que ninguno de los dos jamás fallara a la eterna cita.
Pero un jueves (maldito) algo pasó...
A la hora señalada por nadie, el anónimo compañero no apareció.
Comencé a impacientarme pero con eso no lograba que se presente en el lugar.
Cuando la noche ya hacía tiempo que se había ubicado estratégicamente, pagué mis consumiciones y me marché.
Desde ese jueves de ausencia, nunca más lo volví a ver.
Seguí yendo al café como todos los jueves y también algunos otros días, pero el viejo encuentro nunca más se volvió a producir.
Por respeto a su añorada presencia, también yo, poco tiempo después, me marché dejando para siempre mi ausencia, junto a la de él, en ese café céntrico pero bastante tranquilo de la zona.